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domingo, 8 de agosto de 2010

FUEGO EN LA IGLESIA DE AGÜIMES.

Un voraz incendio destruye el antiguo convento de la villa mientras el párroco oficiaba la misa. Era el verano de 1887.

Agüimes. Archivo Fotográfico FEDAC.

Fuente: LA PROVINCIA

PEDRO SOCORRO.

Ahí está don Sebastián!", gritó alguien, y un grupo de feligreses se abalanzó sobre la figura espantada del cura catalán de la villa de Agüimes, envuelto ya entre las llamas. Sebastián Parer Torrent no quería abandonar el templo anexo al convento de los dominicos sin la venerada imagen de Nuestra Señora del Rosario, su imagen predilecta. Y a punto estuvo el párroco de morir abrasado en aquella atmósfera asfixiante. Era el 3 de julio de 1887.

En pocas horas, el terrible incendio redujo a escombros y cenizas el antiguo convento de Santo Domingo, cuya edificación también alojaba a las oficinas municipales, las escuelas y la sala del Juzgado.

El fulgor de las primeras llamas levantó un clamor de temor y alarma entre los vecinos, que llegaron a pensar que el pueblo entero quedaría como un solar abrasado. Y es que las llamaradas cada vez más altas lamían las fachadas de las viviendas de la plaza y calles adyacentes, ayudadas por el viento que reinaba afuera. "Aunque más tarde pudimos observar con alegría, merced a las precauciones del pueblo, que no se incendiaban las casas vecinas", relató en la Revista de Las Palmas un testigo anónimo, que se encontraba en la puerta del convento.

Por fortuna, no hubo que lamentar desgracias personales a la hora de abandonar la iglesia a toda prisa, gracias a "algunas personas de tranquilidad envidiable que se esforzaron en apaciguar al gentío, y una niña de doce años que, estando el fuego ya dentro de la iglesia, vislumbró desde afuera a su abuela, que era ciega, que se encontraba en el umbral de la capilla y tuvo el valor de ir y sacarla".

"Yo mismo", continúa el testigo, "presencié este acto y a la par que en la puerta de la iglesia no resonaban sino ayes, quejidos y lamentos, observando a unas hincadas o henchidos los ojos en lágrimas, pidiendo misericordia, otras con las cabelleras sueltas, corriendo a todos lados en busca de los seres más queridos, se oyó en medio de esa angustia y confusión una voz unánime: '¡Saquen a la Virgen!"

Fue entonces cuando algunos fieles, con el riesgo de sus vidas, entraron hasta el altar mayor y rescataron algunas de las imágenes en el instante en que una gran lengua de llamas y humo se extendió "con la velocidad de un relámpago" a través de la puerta del coro.

Emergiendo desde la humareda, al rato se vio salir a varias "almas devotas y a una joven esforzada y varonil" que lograron salvar de la quema a varias imágenes. En los brazos de la valerosa mujer, Antoñita la Monzona, salió la imagen de la Purísima, mientras que Sebastián Viera había rescatado a Nuestra Señora del Rosario, antes de que el coro del templo se viniera abajo en medio de un gran estruendo.

Un gran júbilo se desató en la plaza. La Morenita, como se conoce popularmente a la imagen, fue recibida entre aplausos antes de que quedara depositada en una casa propiedad de Domingo Ignacio Hernández.

Aquello, al menos, atenuó un poco la tristeza de los feligreses, que repetían entre sollozos: "Todo se perdió menos la Virgen", una preciosa escultura que, según la tradición, la envió Juan Fernández Vélez desde la Puebla de los Ángeles (Méjico) por medio de su pariente, el señor Millán, ambos naturales de Agüimes.

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